"Nunca vemos
que los delitos medioambientales sean catalogados como un problema vinculado a
determinado sector o partido político. Tampoco nadie habla de la trata de
personas “K” o “M”. Incluso el narcotráfico generalmente suele ser abordado
como un problema que tiene una entidad distinta o por fuera de los partidos
políticos, al margen de las connivencias y participaciones que puedan
adjudicarse a diversos funcionarios.
Vemos
entonces que distintos delitos y fenómenos criminales complejos suelen ser
pensados de manera “apartidaria”. Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando se
trata de discutir la corrupción. Es cierto que, si nos limitamos a los clásicos
delitos de corrupción (sobornos, enriquecimiento ilícito, peculado y
malversación de caudales públicos, entre otros), por definición se trata de
conductas que generalmente deben ser cometidas por funcionarios. Pero este
factor no debería teñir necesariamente de un color partidario toda discusión
sobre el problema criminal.
Nos
encontramos, entonces, con la obstinación por encasillar la corrupción. Y no se
trata de la intención de insertar los casos puntuales dentro de dinámicas
criminales más amplias, lo cual sería válido y útil. No: se trata de que cada
vez que se presentan ciertos delitos, de manera automática se busca cómo
asociarlos a un determinado bloque político. Así, por propiedad transitiva,
denunciar ese hecho ilícito equivale indefectiblemente a denunciar a ese bloque
político (y no me refiero exclusivamente a denuncias penales).
Esta forma
de encarar el tema influye profundamente sobre las prácticas de distintos
actores. Los/as legisladores/as constituyen un caso muy evidente. Si tomamos el
ejemplo del proyecto de
ley de responsabilidad penal empresaria, veremos cómo los distintos
sectores políticos han utilizado las normas en debate para dar la discusión en
los términos que aquí explicamos. Incluso una misma norma puede ser usada como
arma por distintos bandos. El “artículo Odebrecht” de esa ley, para algunos,
refleja la intención del macrismo de controlar la información aportada por la
constructora brasileña para evitar que Gustavo Arribas se vea cada vez más
implicado. Para otros, dicho artículo es la forma de obtener información
valiosa sobre la corrupción kirchnerista vinculada a la obra pública, que de lo
contrario permanecerá impune.
Las
organizaciones de la sociedad civil somos otro de los actores sobre los cuales
repercute negativamente esta dinámica de discusión. Cuando analizamos el
accionar de la Justicia o de organismos de control, frente a toda manifestación
que hagamos públicamente siempre surgirán los fanáticos del “¿y por qué no
hablan también de X?”. Dudo que esta reacción se deba a que nos estemos topando
con hegelianos que reflexionan permanentemente sobre el concepto de
“totalidad”. Del mismo modo, cuando algunos acometen con “¿y por qué no decían
esto en X momento?”, no creo que estemos discutiendo con filósofos estudiosos
del tiempo. De cualquier manera, es agotador y complejiza -muchas veces,
innecesariamente- el trabajo.
Seamos
claros: una cosa es estudiar y remarcar la estructuralidad de la corrupción y
su transversalidad respecto de distintos gobiernos y grupos económicos, y otra
cosa vivir defendiéndonos de una sistemática falta de imparcialidad que
parecería operar como una presunción que debemos desvirtuar.
Al margen de
esta breve catársis -que espero sepan disculpar-, en el abordaje de la
corrupción se suman otros problemas. Uno de ellos se refleja en el uso de
metáforas bélicas o médicas: la “lucha” o la “batalla” contra este delito; o la
corrupción vista como un cáncer, un tumor o alguna otra enfermedad de la
sociedad. Detrás de esto hay algo mucho más serio que una cuestión semántica, ya
que la forma en la que se perciba al problema de la corrupción determinará qué
tipo de “soluciones” se intenten.
Tal vez esto
se vea con mayor claridad en el caso de la narcocriminalidad, con el conocido
fracaso del abordaje militarizado y de la violencia del Estado (que se suma a
la violencia propia del fenómeno criminal).
Por el
contrario, entender que detrás de ciertos problemas se estructuran mercados
criminales permite comprender que las políticas públicas que diseñemos deben
estar a la altura de ese desafío. En un caso, no se trata de algunos locos
violentos e irracionales que venden sustancias para que sean consumidas
exclusivamente por adictos que han caído en “la canaleta” de la droga. En el
otro, no se trata de algunos funcionarios poco éticos que decidieron quedarse
un vuelto; menos aún se trata de un problema meramente cultural donde la culpa
la tiene nuestra “argentinidad”, que nos lleva tanto a sobornar con $200 a un
oficial de tránsito como a defraudar al Estado por millones de pesos.
Un mal
diagnóstico del problema y una visión agrietada de la
corrupción son un combo desastroso. Esto genera múltiples consecuencias, además
de las ya mencionadas:
- El
Estado no logra desarrollar políticas públicas eficaces para abordar la
corrupción como problema criminal. Al margen de contadas excepciones, la
vida se nos pasa entre parches superficiales y abordajes directamente
errados. Mientras tanto, el mercado detrás del delito sigue creciendo.
- Se
justifican las propias acciones, por más que sean ilícitas, en el nombre
de la derrota de otros que son “peores” (lo cual no es una forma de realpolitik sino
una técnica de neutralización de manual). De la mano de esto, se genera un
doble discurso donde como oficialismo se avalan inconstitucionalidades
análogas a las que se denunciaban como oposición, o viceversa.
- Tanto
la Justicia como los organismos de control y supervisión condicionan
informalmente sus criterios de actuación (y/o son condicionados) para
poner más o menos “diligencia” sobre determinados políticos.
- Las
discusiones públicas sobre casos judiciales no entran en el fondo de la
cuestión, o aluden superficialmente al carácter “estructural” de la
corrupción, solo a los fines de evitar reproches de parcialidad.
- Se pasa
a debatir qué corrupción es “peor”, como si existiera una escala para
medir esto, y -en caso afirmativo- como si este análisis tuviera alguna
utilidad. A su vez, para intentar resolver este supuesto problema de
medición, se construye un corrupciómetro donde se cuentan
los pesos robados en cada columna y las causas penales de cada Gobierno.
- Finalmente, se quiebran con facilidad los consensos que podrían alcanzarse en la sociedad civil para movilizar cambios sustanciales. Éste es uno de los problemas que más me preocupan en la actualidad. En última instancia, parece que un caso como Odebrecht, que “salpica” a todos, nos trae cierta tranquilidad de conciencia y nos permite discutirlo sin temor, justamente por lo extendido de sus ramificaciones. Una paradoja lamentable.
Comencé a
pensar en escribir esta columna hace varias semanas. Cuando ya tenía la idea en
mi cabeza pero aún no en el papel, desapareció Santiago Maldonado. Ahora, los
reclamos de justicia por este hecho de suma gravedad se ven examinados bajo una
lupa que pretende detectar intenciones partidarias. Empezamos a debatir si
preguntarnos dónde está Santiago Maldonado es funcional a un partido político o
no. ¿Qué podemos esperar entonces del debate sobre la corrupción en un futuro
próximo?"
Sin Corrupción
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