“La transferencia efectiva del poder político, como está ocurriendo estos días en la Argentina, es una ocasión propicia para reflexionar sobre el poder. El poder en el plano objetivo y subjetivo. El de las organizaciones y el de las personas que lo experimentan, con la embriaguez de disponer a voluntad del destino propio y ajeno. Para la sociología clásica, el poder es la posibilidad que tienen unos de imponer su voluntad a otros, contra toda resistencia. El poder se convierte en dominación cuando el que lo posee obtiene obediencia. El acatamiento puede derivarse de tres razones: la tradición, los valores naturales, las normas del derecho positivo. Esta última, según Max Weber, era la más corriente en su época: el poder se vuelve autoridad legítima cuando los individuos creen en la legalidad. Esa es la clave teórica del sistema democrático: creer en la ley, más que en los gobiernos. En el derecho, antes que en los líderes.
Es bella y prometedora la teoría
pura. Pero insuficiente para entender cómo funcionan verdaderamente las cosas.
A contracorriente del optimismo de liberales y marxistas, el realismo político
indagó el poder dentro de la estructura social, desarrollando un concepto
ingrato, con pocos adeptos: las elites. Demostró que ellas son un escollo
insalvable para la democracia capitalista y el socialismo: en ambos sistemas el
poder queda en manos de unos pocos, que se lo distribuyen a voluntad, a pesar
del voto o de las demandas de justicia e igualdad. Véase si no Cuba, o la
Norteamérica retratada con crudeza por Wright Mills en su libro La
élite del poder, que hoy se actualiza con personajes como Trump, un líder
denostado por los liberales que, sin embargo, hace volar a Wall Street. Este
fenómeno no implica igualar democracia y socialismo, pero es una advertencia
para los demócratas ingenuos: las elites tienden a ser homogéneas y
cohesionadas, contraponiendo su interés al de las mayorías. Para eso necesitan
complicidades y ocultamiento.
El sistema judicial constituye un
componente crucial de la elite democrática. Si funciona bien, la población
confiará en la ley, base teórica de la legitimidad. Pero, si funciona mal,
comprobará, con terrible precio, que constituye una estafa. Es lo que sucede en
la Argentina: los ciudadanos no creen en la Justicia y sus administradores, los
jueces. La consideran parte de un engranaje ajeno a ellos, orientado a proteger
a los poderosos, no a los que caminan por la calle. Sin embargo, siguen
exigiendo justicia, espoleados por la corrupción que le muestran los medios. El
fin del kirchnerismo se parece al fin del menemismo: los jueces, antes dóciles,
se desatan para acusar a los que protegían. Agilizan los procesos, que dormían
en los cajones. Subidos a la ola, sobreactúan el bien, aparentando no
pertenecer al mal. Son los mismos de siempre, pasándose de una dimensión a
otra. De la oscuridad a la luz, para salvarse.
Un volumen de reciente aparición,
titulado El libro negro de la Justicia, del periodista Tato Young,
desmantela esta hipocresía. Constituye un retrato implacable de los jueces
federales argentinos. La explicación de sus abusos es una particular
configuración del poder, que Young describe con estas palabras: "Un
engranaje invisible donde se dan y se reciben favores como parte de una
comunidad sin nombre y sin contrato más que el de la autoprotección. Eso era el
poder. Funcionarios, legisladores, fiscales, jueces, empresarios,
sindicalistas. Influyentes que comparten su influencia y la potencian. Núcleos
más o menos cerrados. Círculos más o menos impenetrables". Esta semblanza
es una evidencia exacta de lo que sostienen muchos estudiosos de las elites.
Ese es el poder oculto, tras el relato democrático. Una lacra que no removerá
el marketing de los valores de Pro, sino una acción decidida
de regeneración institucional.
¿Querrá encararla el Gobierno? Los
antecedentes no ayudan. Según las evidencias, el menemismo creó el monstruo,
que perfeccionaron los Kirchner. Una justicia federal devenida oscura
organización, colonizada por espías y opacos agentes para todo servicio, que
invita a negociar a cambio de favores. Hasta ahora, los pasos del oficialismo
fueron ambiguos en este fango. Es tentador beneficiarse del doblez de los
jueces.
En 1949, el dramaturgo italiano
Ugo Betti estrenó una pieza titulada Corrupción en el palacio de
justicia. Con metáforas, el texto ilustra un clima opresivo, sórdido. Los
jueces no investigan, son investigados. No sospechan, son los sospechosos. Como
el centinela de Hamlet, un juez reconoce: "Se dice que algo está podrido
en este Palacio de Justicia". Buscan un culpable, pero el recelo involucra
al conjunto. Acosado, otro juez admite: "Podríamos estar todos
contagiados. Todos podríamos haber vendido nuestras almas al diablo".
Son las elites y sus códigos, más
allá de los individuos, aunque eso no los exculpa. Son los males, antes que los
malos, como Norma Morandini le enseñó a Young, recordando a Hannah Arendt.”
LA
NACION
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