"Las democracias están bajo sospecha. Las encuestas revelan la
desconfianza que afecta la credibilidad de los partidos políticos, los
parlamentos y los gobiernos. Hay una indignación generalizada con base moral
ante la desigualdad y la extensión de la corrupción. Los gobiernos,
responsables principales de cuidar la moral de Estado, están en el ojo de la
tormenta.
El
juicio político a la presidenta de Brasil no es sólo el juicio a un gobierno
que ya no puede gobernar porque ha perdido sus bases legislativas de apoyo; es
todo el sistema político el que está siendo juzgado, como advirtió Andrés
Malamud.
La
política no puede articular la fenomenal fragmentación partidaria y la
corrupción opera como el lubricante que hace funcionar la máquina estatal. Los
partidos exigen ministerios y puestos en la administración para obtener
recursos del Estado con los que financiar su expansión y atraer militantes y
apoyos. Las bases del gobierno resultan más del intercambio de intereses materiales
que de la convergencia en un programa de gobierno.
Los
políticos son condóminos del Estado, según la expresión del ex presidente
Fernando H. Cardoso y las distinciones programáticas e ideológicas pierden
sentido.
En
nuestro país, la corrupción fue más concentrada que en Brasil. Durante la
década kirchnerista, la familia presidencial, dirigentes, militantes y
cómplices del partido de gobierno, integraron el círculo áulico de condóminos
del Estado. Los beneficios extraídos de las arcas públicas se convirtieron en
condición para ejercer el poder.
Las
revelaciones sobre las redes de soborno en la obra pública no cesan de asombrar
a una ciudadanía cada vez menos tolerante al saqueo de las arcas estatales y
más consciente de cómo esto afecta sus vidas. Hoy la corrupción encabeza, junto
a la inflación, el ranking de los principales problemas del país. Esto es una
novedad en una sociedad en la que la cultura de la impunidad echó raíces
profundas y poder e impunidad se hicieron sinónimos. La demorada acción de la
Justicia hoy desenmascara fabulosas riquezas escondidas para las que no hay
justificación en lucros de ninguna profesión exitosa. Aquí, como en Brasil, es
un sistema político el que está en el banquillo. La corrupción sistémica, más
allá del clientelismo tradicional, sólo es posible allí donde no imperan
controles entre los poderes del Estado, la impunidad no es castigada por una
Justicia independiente y la ciudadanía no ejerce su poder de vigilancia. El
menemismo primero y el kirchnerismo, después, modelaron la Justicia a su antojo
con o sin servilletas. En Brasil una Justicia independiente conduce el mani
pulite. En eso nos diferenciamos del país vecino: presiones y prebendas
decidieron la suerte de las causas y muy pocas llegaron a la fase de la condena
en esta década robada.
Como
en Brasil, Argentina tiene una extensa agenda de reformas pendientes. La
inclusión social y la transparencia de los actos de gobierno son dos caras de
la deuda contraída con la sociedad. La corrupción desvía fondos que podrían financiar
la mejora de la calidad de vida y la seguridad de los más desprotegidos. Dilma
se proclama defensora de los intereses populares y por eso, objeto de un golpe
institucional que no es tal. Cristina defiende los intereses populares
amenazados por un gobierno que ella considera que privilegia a los ricos y por
la acción de jueces ilegítimos que tendrían el oscuro propósito de quitar del
medio a esta nueva abanderada de los humildes. Sin embargo, no hay peor amenaza
a los intereses populares que un sistema político corrupto. Sin decencia, el
bienestar social tiene corta vida y en tiempos de vacas flacas, las cajas están
vacías no sólo por imprevisión, también por malversación de la riqueza de todos
que va a parar a los bolsillos de pocos.
La
inestabilidad política en Brasil y los desafíos que enfrenta el gobierno de
Macri tienen en común la dificultad de construir coaliciones duraderas,
fundadas en la negociación de un programa antes que en cargos y prebendas. La
falsa opción ricos contra pobres con la que hoy se quiere polarizar el debate
no ayuda a comprender los problemas que enfrentan ambos países.
Mientras
tanto, en nuestro país los escándalos de corrupción ensanchan el manto de
sombra sobre toda la dirigencia política y la insatisfacción social crece como
consecuencia de la política de estabilización. La oposición toma distancia del
gobierno para capitalizar el descontento y activar su reunificación. Cristina
Kirchner se arropa en la bandera de la patria, último refugio de quienes no
tienen cómo esconder sus miserias; los moderados ven recortarse su margen de
maniobra en un escenario polarizado y el sindicalismo ejerce su renovado poder
de presión. El desafío será salir de este impasse, construir un Estado limpio y
hacer una sociedad más justa."
Liliana de Riz es socióloga y politóloga e Investigadora
Superior del CONICET
Clarin, mayo 2016
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