Nota del editor:
La banda narco de los Monos, con la complicidad de miembros de las fuerzas de seguridad y políticos, asoló durante muchos años la ciudad de Rosario con una impunidad y organización que parecía no tener límite.
Hace pocos días con mucha tensión y más de 100 policías en la sala, comenzó el juicio a integrantes claves de esa banda
La banda narco de los Monos, con la complicidad de miembros de las fuerzas de seguridad y políticos, asoló durante muchos años la ciudad de Rosario con una impunidad y organización que parecía no tener límite.
Hace pocos días con mucha tensión y más de 100 policías en la sala, comenzó el juicio a integrantes claves de esa banda
Serán
juzgadas 25 personas, entre ellas más de una decena de integrantes de las
fuerzas de seguridad provinciales y federales.
Máximo Ariel Cantero - Jefe de la banda
La nota:
"Veinticinco
personas entre civiles y policías acusados de integrar la banda narco "Los Monos" comenzaron a
ser juzgados esta mañana en los tribunales de Rosario, donde se montó un fuerte
operativo de seguridad con la
presencia de más de 100 policías dentro de la sala.
A
fines de los 90, mientras los chicos del Gran Rosario se desmayaban de hambre
en las escuelas, un jinete marginal cartoneaba por la villa La Granada, creada
para esconder a los pobres durante el Mundial 78. Se llamaba Máximo Ariel
Cantero y le decían El Viejo. Un día se asoció
con su cuñado, Juan Carlos Fernández,
y cambió
los cartones por los fierros. Con la droga como salida laboral, armaron una
banda que cobraba peajes a dealers y ladrones en el sudeste rosarino. El Viejo
tomó
el liderazgo solitario en abril de 2003, cuando Fernández desapareció en el
Paraná después de un presunto accidente de pesca. Habían librado batallas por
botines de caballos o marihuana con bandas como Los Garompa y Los Arriola.
Guiada por el precepto que se maten entre ellos, la policía los dejaba hacer.
A
principios del nuevo siglo, los ganadores de ese tablero darwinista se hacían
llamar Los Monos. Ordenaban crímenes y torturas, dejaban cadáveres a la vista.
Eran los narcos más violentos que había conocido “la Chicago argentina”.
Dos décadas
después,
Germán
de los Santos y Hernán Lascano reconstruyeron con pulso
firme esa historia y sus derivaciones sangrientas en una investigación
de dos años,
con más
de 260 entrevistas, vivencias personales, rastreo de documentos y buceo de
expedientes.
Cuando
el Poder Judicial empezó a cercar al Viejo, el mando recayó en Claudio “Pájaro”
Cantero, el mayor de sus ocho hijos. Durante la primavera kirchnerista, el
barrio había mejorado con plata en la calle,
desocupación de un dígito
y nuevos centros de salud. Pero también se multiplicaban las madres
adolescentes y los soldaditos que veían que los capos andaban en BMs y usaban
perfumes traídos de Miami. “Los vecinos nos contaron el costado
doméstico
de Los Monos: cómo se tejían
las lealtades y el miedo, cómo lograron que La Granada fuera su
mayor protección, y por eso nunca se fueron de allí a pesar de haber acumulado
millones”,
dice de los Santos, corresponsal de La Nación con experiencias en Pakistán
y Afganistán.
En
2012 la banda ganaba 400 mil pesos por día gracias a una economía mixta:
búnkeres de droga, seguridad paga, alquiler de máquinas para obra pública,
renta de propiedades, licencias de taxi y remises en el casino City Center. En
el centro no querían a Los Monos, pero sí a la plata de Los Monos, que llegaba
en billetes chicos y arrugados. “Sus inversiones iban a concesionarias
de autos de lujo, financieras, inmobiliarias y estudios de profesionales”,
enumera Lascano, que trabaja en el diario La Capital de Rosario desde 1993. “Vendían
droga con la lógica meticulosa de una pyme. Ni la
policía ni el sistema penal de jueces y fiscales les pusieron freno”.
Cuando
les encontraron “la mansión
de Beverly Hills”, una casona con caballerizas y
duchas a control remoto, un oficial se dio cuenta de que la pileta tenía forma
de Ratón Mickey. “Estos tipos son una ternura”,
acotó.
Aunque lenta y temerosa, la Justicia había logrado trazar un organigrama y
decomisar un patrimonio de al menos siete propiedades y 55 vehículos.
Ya los estaban escuchando cuando se fortaleció la sospecha de que habían matado
a Martín “Fantasma”
Paz, cuñado
del Pájaro,
que blanqueaba la plata de la banda en las concesionarias. El Fantasma se había
vuelto ambicioso (reclamaba la mitad de las ganancias de los búnkeres)
y terminó
cavando su fosa.
El
quiebre llegó en la madrugada del 26 de mayo de 2013, cuando un tipo bajo y
robusto disparó tres balazos contra el Pájaro, que tomaba whisky frente a la
disco Infinity de Villa Gobernador Gálvez. A los 29 años, había potenciado a la
banda expandiendo la venta de droga y comprando a la policía. El crimen cegó de
odio a la familia, que ordenó un baño de sangre. Lo llamaban “el
delivery de la muerte”: chicos de gorrita que se bajaban de
la moto, tiraban y escapaban. A veces de día y frente a los bares de una ciudad
luminosa. El primero fue Diego “Tarta” Demarre, dueño
del boliche, a quien acusaron de entregador. Máximo Ariel “Guille”
Cantero -hermano del Pájaro- le dio siete balazos. Después
mataron a la familia de un sicario, Milton César, que terminó
entregándose: los sospechosos preferían la cárcel a la venganza narco. Más
tarde la policía detuvo a Milton Damario, el hombre que habría apretado el
gatillo. Los Monos se habían confundido de Milton.
Con
la muerte del Pájaro, su hermanastro Ramón “Monchi” Machuca se hizo cargo de la red de
búnkeres con vigas de hierro y paredes de ladrillo doble que funcionaban las 24
horas. Cada uno recaudaba hasta 9 mil dólares por día. Los adolescentes que los
atendían se llevaban 500 pesos, pero muchos morían baleados, mutilados y
quemados por peleas entre bandas. Esa violencia teatral, que los medios
nacionales y extranjeros empezaban a naturalizar, también era consecuencia del
cambio de modelo de producción de cocaína: “Las cocinas habían
bajado los costos y multiplicado la mercancía”, explica Lascano.
Monchi
se complementaba con Guille, que amenazaba a la policía con frases como esta: “Tengo
un arsenal escondido en la villa. No saben lo que les pagamos a los jefes de
ustedes”.
De los 40 imputados que terminarían en el juicio por asociación
ilícita,
16 eran de las fuerzas de seguridad. Juan “Chavo” Maciel -sargento de la secretaría
de Delitos Complejos provincial- les entregaba información
sobre los operativos, gestionaba la liberación de soldados, pasaba frecuencias
de patrulleros y direcciones de policías honestos. Cuando se entregó a la
Justicia, Guille siguió manejando el negocio desde la cárcel, pero su teléfono
también estaba pinchado: quedó registrado ordenando muertes y transacciones.
Después de la incautación de un cargamento de 60 kilos de cocaína, fue
procesado por tráfico de drogas. (Las escuchas, una fuente relativamente nueva
en la investigación periodística, permitieron a los autores del libro recrear
los crímenes con precisión extrema).
En
2015 se armó la causa más grande contra Los Monos, acusados de integrar una
organización criminal basada en la violencia para hacer negocios. Aunque 14
integrantes quedaron libres después un juicio abreviado, los cabecillas no
pudieron escapar. El Viejo Cantero cayó -según el relato policial- arriba de un
carro de cartonero tirado por un percherón viejo. Después de estar tres años
prófugo, dando entrevistas clandestinas con una gorra que decía “Mabu”
(“el
más
buscado”),
Monchi fue interceptado por una patrulla de la Federal en Buenos Aires. Ahora
da pelea desde la cárcel. A principios de agosto grabó un video para la jueza
que lo procesó, avisándole que conocía su dirección: “Usted
vive en un barrio privado, pero nosotros nacimos en un barrio privado. Privado
de luz, de agua y de seguridad”.
La
Nación
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