En estos tiempos de
aceleración de las campañas políticas parecieran primar: el apuro por
ganar votos sin sopesar las consecuencias, los gestos vacíos y las promesas de
dudoso cumplimiento.
En el trajín de los discursos, el uso de los hechos y de la
palabra corrupción, se corrompe. No importa tanto el significado profundo del
delito y sus nefastas consecuencias sociales, como el uso que se hace de ellos
para ganar puntos propios y reducir los ajenos.
El caso paradigmático es
el de Julio De Vido. El oficialismo y sus aliados pudieron haber objetado
sus títulos desde el mismo momento de su ingreso a la Cámara. No fue así, a
pesar de que las evidencias formales ya estaban disponibles en los escritorios
y archivos de los funcionarios entrantes. Esta omisión, casual o no, otorga
argumentos a los votantes y a la oposición para sostener el oportunismo de las
actuales urgencias.
También pone en sospecha
la verdadera convicción del gobierno sobre la gravedad de los delitos contra la
administración, las idas y vueltas en el laberinto interminable en el que se
encuentran las autoridades en el caso Odebrecht. Con un agravante. La
diferencia de conducta y de eficacia se hace evidente cuando se compara el
proceso interno sobre esta cuestión con los avances en la Justicia de otros países,
también afectados por la red de corrupción de obras públicas, probablemente más
grande en la historia moderna de la región.
Los tribunales, en parte
un engranaje de la cadena de impunidades, más allá de las voluntades individuales,
ahora motivas por los cambios en el poder, no alteran sus tiempos históricos,
al menos en resultados concretos: condenas.
En nada ayuda al reclamo
social por este mal de la sociedad, la situación económica de los sectores más impactados por el deterioro del salario debido a los incesantes aumentos de los
precios de los bienes y servicios básicos para vivir. Esta vulnerabilidad les
torna más lejana la percepción de que la corrupción también es parte de los
problemas cotidianos que los agobian.
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